Intente no pensar en un oso
blanco. Inténtelo con ganas: no piense en un oso blanco. ¿A que no puede
evitarlo? Este es el experimento al que sometió a sus alumnos Daniel Wegner,
un profesor de psicología de Harvard. Después les pidió que hablaran durante
cinco minutos sobre cualquier cosa que se les ocurriera. “Mencionaron un oso
blanco enseguida”, comenta Wegner. “Si después les pedía que pensaran en
cualquier cosa, mencionaban más veces a un oso blanco que a los que les dije
que pensaran en él”. Un experimento tan sencillo como éste nos revela lo
difícil que resulta cumplir con lo que consciente y libremente hemos escogido.
El libre albedrío, que viene
a ser la relación entre nuestros pensamientos y nuestras acciones, es una
posesión muy querida. E, irónicamente, es lo primero que intentamos sacudirnos
de encima para exculparnos de ciertos actos, por supuesto negativos. También
resulta curioso cómo ponemos el grito en el cielo por cualquier alusión a un
determinismo biológico –no nos gusta que nos digan que parte de lo que somos se
encuentre en los genes- pero aceptamos con agrado el determinismo ambiental que
pulula por telediarios, consultas de psicoterapeutas y juzgados. Lo usamos como
excusa de todo: nuestras malas acciones son causa de los malos tratos en la
infancia, de la pornografía, del alcohol, las drogas, las letras de ciertas
canciones…
La revista New Yorker publicaba hace
unos años una viñeta donde una mujer decía ante un tribunal: “Es verdad, mi
marido me pegaba por la infancia que tuvo; pero yo le maté por la que tuve yo”.
En los juicios, los famosos atenuantes que alega la defensa son legión. En 2007
el abogado de Ricardo, un hombre que disparó dos cargadores sobre un conductor
por atropellar levemente a su hija, adujo que padecía una “patología
psicológica grave” desde pequeño, derivada de que presenció el atropello mortal
de un hermano suyo. Este hecho, señalaba el abogado, había marcado su vida “y
pudo influir en su actitud cuando vio a su hija tendida en el suelo”. ¿Dónde
queda aquí el libre albedrío?
El experimento del oso blanco
de Wegner –que se ha repetido hasta con animales imposibles como un conejo
verde- se engloba en lo que se conoce como supresión del pensamiento, dejar de
tener en la mente ciertas ideas. Como técnica de control mental, puede crear
obsesiones. Dicho de otro modo: si nos pasamos el día apartando de nuestra
mente la idea de comida porque estamos a dieta, no dejaremos de pensar en ella.
Es mucho peor que tenerla todo el día en la cabeza: “Puedes llegar a cansarte
si piensas siempre en algo. Intentar no hacerlo es lo que lo mantiene en
nuestra cabeza”, sentencia este físico metido a psicólogo que colecciona gafas
con narices y mostacho de Groucho Marx. Nuestra libertad de acción con lo que
sucede dentro de nuestro cerebro no es tan amplia como creemos. Y al parecer,
tampoco la tenemos fuera.
En 1983 Benjamin Libet y sus
colegas de la Universidad de California en San Francisco realizaron un peculiar
ensayo. Los participantes debían observar un reloj cuya manecilla daba una
vuelta completa cada 2,56 segundos. Mientras estaban atentos a la manecilla,
eran libres de flexionar la muñeca en el momento que quisieran. Lo único que
debían hacer era tomar nota mentalmente de la posición de la manecilla cuando
decidían mover la mano. En otra variante del experimento, los sujetos debían
estimar en qué momento habían movido realmente la mano. Por su parte, Libet
medía con electrodos la actividad eléctrica en las áreas motoras del cerebro
–lo que se llama el potencial de alerta- y en los músculos implicados en el
movimiento de la muñeca. Dicho de otro modo: podía determinar cuándo el cerebro
mandaba la señal a los músculos para actuar y cuándo éstos se ponían en marcha.
Libet encontró que, como era
de esperar, el deseo de mover la mano aparecía antes de que el sujeto tuviera
conciencia subjetiva de que había realizado el movimiento. Sin embargo, la sorpresa
surgió cuando descubrió que la preparación nerviosa real para el movimiento, el
potencial de alerta, aparecía entre 0,3 y 0,5 segundos antes de que el sujeto
decidiera conscientemente que quería mover la mano. Según los psicólogos S. S.
Obhi, de la Universidad de Ontario Occidental, y P. Haggard, del Colegio
Universitario de Londres, especialistas en acción y percepción humanas, “el
sentimiento de intención puede ser efecto de la actividad de preparación motora
del cerebro y no una de sus causas”.
El experimento de Libet fue
el primer impacto en la línea de flotación del libre albedrío. Los realizados
desde entonces demuestran que el cerebro va por delante de nuestra intención
consciente a la hora de realizar un movimiento; sale con ventaja antes de sentir
que hemos decidido hacer algo. Aún más, los experimentos de Libet muestran que
creer que estamos empezando a mover la mano empieza 86 milisegundos antes de
que realmente suceda. Para este psicólogo el cerebro responde a los estímulos
exteriores y la consciencia es la forma que tiene de racionalizar las acciones
que ya ha decidido realizar. Esto no quiere decir que no ejerzamos ningún
control sobre ellas: podemos modificar las que están en marcha. Así, Libet
sustituye el libre albedrío por la libre censura: el cerebro propone y la mente
dispone.
El problema no puede ser más
interesante: Si no estamos al tanto de lo que hacemos cuando lo estamos
haciendo ¿qué percibimos? Es más, ¿cómo surge la idea de que controlamos
nuestras acciones? Para estudiarlo Wegner diseñó, junto a Emily Pronin de
Princeton, un experimento vudú. Un voluntario realizaba la clásica maniobra de
pinchar con agujas un muñeco mientras su ayudante, otro voluntario que
secretamente estaba conchabado con los investigadores, o bien mostraba desagrado
o apoyaba efusivamente la acción.
Como en todo vudú que se
precie, al cabo de un rato la víctima empezaba a decir que sufría dolor de
cabeza. A partir de este momento, en el caso en que el ayudante se mostraba en
desacuerdo, el hechicero tendía a responsabilizarse del dolor de cabeza. Es un
claro ejemplo de pensamiento mágico y supersticioso, como creer que por usar
cierto bolígrafo se aprueba un examen. Estamos ante lo que se llama una ilusión
de control. ¿Pasa lo mismo con el libre albedrío? Para Wegner la situación es
clara. Percibimos dos situaciones, el pensamiento y la acción, y nuestro
cerebro une los puntos independientemente de que exista una relación
causa-efecto. El cerebro la asume y punto.
Otro descubrimiento llamativo
es que nuestro cerebro percibe más próximos en el tiempo de lo que en realidad
están el acto de volición consciente y la acción. Esto lo probó Patrick Haggard
con un peculiar experimento. El voluntario debía pulsar con la mano izquierda
un botón. Al hacerlo se disparaba una estimulación magnética transcraneana que
le producía un tic en el índice de la mano derecha. Mirando un reloj el
voluntario debía fijarse cuándo pulsaba el botón y cuándo sentía el tic. En
otra tanda de experimentos la estimulación magnética la provocaba una palanca
accionada por un motor que obligaba al voluntario a pulsar el botón de manera
involuntaria.
Pues bien, el intervalo de
tiempo transcurrido entre pulsar el botón y aparecer el tic era percibido de
forma distinta en el caso de que la pulsación fuera voluntaria o involuntaria.
Si creemos que hemos decidido nosotros, la causa y el efecto son percibidos
como temporalmente más cercanos. ¿Será que el cerebro crea una intensa
sensación de asociación temporal entre nuestros deseos y las acciones subsiguientes?
¿Querrá así afianzar la idea de nuestra responsabilidad consciente en esa
acción?
Para Wegner el sentimiento
del libre albedrío requiere, primero, ser consciente de que las intenciones
preceden a las acciones; segundo, que las intenciones han de ser consistentes
con las acciones y, tercero, no ha de haber otra causa perceptible de la
acción. Para comprobar que estos tres requisitos bastan para provocar la
ilusión de control en las personas Wegner diseño otro experimento peculiar. Dos
sujetos debían desplazar el cursor sobre la imagen de uno de los objetos
presentados en la pantalla del ordenador al oír el nombre correspondiente. Pero
lo que uno de ellos no sabía es que era el otro quien movía su cursor. Pues
bien, si la palabra relevante, por ejemplo pan, la escuchaba entre 1 y 5
segundos antes de moverse el cursor hacia la imagen, creía que él lo había
movido. Pero si se la escuchaba 30 segundos antes o un segundo después, no
existía esa falsa sensación de control. La moraleja es que el cerebro decide
que es el causante de lo sucedido después de realizar una acción. No obstante,
otros trabajos indican que para que surja esa sensación de control tanto las
acciones como sus efectos deben coincidir con las intenciones del sujeto. Si no
es así, la ilusión de control desaparece.
Todos estos resultados hacen
pensar a muchos científicos que el libre albedrío no es más que un espejismo
creado por el cerebro. Mark Hallett, del National Institute of Neurological Disorders and Stroke,
dice: “El libre albedrío existe, pero es una percepción, no una fuerza rectora.
La gente experimenta el libre albedrío. Creen que son libres. Pero cuanto más
escudriñas, más te da cuenta de que no lo tenemos”. A los investigadores como
Wegner no les interesa decidir si existe o no, sino por qué creemos que lo
tenemos. Sus experimentos le indican que nuestro cerebro está programado para
creer que si pensamos en algo, ese algo va a suceder; nos hace creer que
controlamos nuestras acciones.
Para ilustrar este punto
veamos qué sucedió cuando Wegner llevó al laboratorio un número clásico de los
cómicos. Una persona, delante de un espejo, viste un traje, pero son los brazos
de otra persona situada detrás los que pasan por las mangas. Lo curioso es que
si lleva puestos unos cascos que le predicen un momento antes cómo se van a
mover los brazos, aparece en el sujeto una sensación de control sobre ellos. El
cerebro, automáticamente, asumía que controlaba esos brazos.
¿A qué conclusión nos llevan
todos estos trabajos? Suponiendo que existiera el libre albedrío, no hay manera
de distinguir cuándo nuestras acciones responden a nuestros deseos (por
ejemplo, estirar la mano para coger una galleta) de aquellas en las que se
trata de una ilusión. Si nuestro cerebro es incapaz de diferenciar ambas, ¿Cómo
podemos estar seguros de que existe el libre albedrío? ¿Es siempre esta
sensación de control una quimera? No lo sabemos. Wegner compara la elección
consciente con un mago realizando su espectáculo. Aparentemente, los efectos
que realiza el ilusionista son causados por el movimiento que percibimos de sus
manos, pero no es así. Ahí algo más que no vemos y es la verdadera causa. Del
mismo modo, la simple decisión consciente de hacer algo no tiene por qué ser la
causa de que lo hagamos.
Tanto si es una ilusión como
si no, la noción de libre albedrío es útil y adaptativa, esto es, da ventaja
evolutiva. Lo necesitamos para vivir; el mundo no tendría sentido para nosotros
si creyésemos que los comportamientos de los demás no estuviesen causados por
ellos mismos. Diversos investigadores, como Elizabeth Spelke de Harvard, en
experimentos con bebés con tan solo unos pocos meses, han demostrado que poseen
diversas habilidades mentales, como estimar si hay muchos o pocos objetos en
una imagen, o que tienen (o creen tener) algo parecido a una noción de libre
albedrío.
Sin embargo no todo está
perdido. En 2007 Bjorn Brembs, de la Universidad Libre de Berlín parece haber
encontrado la tabla de salvación en una de las mejores amigas de los biólogos,
la mosca de la fruta. Los animales, y particularmente los insectos, suelen
compararse con robots que solo responden a estímulos externos. ¿Qué pasaría si
no los tuvieran? Para explorarlo Brembs colocó la mosca en una habitación
blanca, sin ningún tipo de pista visual.
En lugar de volar siguiendo
un patrón totalmente aleatorio, como el ruido blanco de una radio no
sintonizada, “el análisis de los datos descubrió una variabilidad en las
elecciones de la mosca que revelaba una firme componente no-lineal, propia de
los procesos biológicos”: el cerebro de la mosca iba generando espontáneamente
un plan de vuelo predeterminado. “La decisión de torcer a la izquierda o la
derecha de la mosca, que cambiaba todo el tiempo, provenía del cerebro”, dice.
¿Ha encontrado una base biológica para el libre albedrío? Brembs lo cree así.
Para él es una función básica del cerebro. “No hemos demostrado que exista el
libre albedrío, sino que puede existir”, sentencia George Sugihara, el
matemático del The Scripps Institution of
Oceanography de la Universidad de California en San Diego que
analizó los datos. “Hemos eliminado las dos propuestas clásicas contra el libre
albedrío: la aleatoriedad y el determinismo puro”. Esto no implica, por
supuesto, que la simpática mosca tenga conciencia.
Otro golpe al anti-libre
albedrío ha venido de la Facultad de Psicología de la Universidad de
Queensland, Australia. Allí los trabajos desarrollados en 2007 por Derek Arnold
sobre cómo enfermedades como el autismo, la esquizofrenia o la dislexia
modifican la percepción del tiempo, ponen en duda una cuestión que subyace a
los experimentos de Libet y compañía: la percepción subjetiva del paso del
tiempo. Arnold ha descubierto que detectamos los grandes cambios más
rápidamente que los pequeños. No sólo eso, también nos parece que tienen lugar
antes que los cambios pequeños. “La magnitud del cambio tiene un mayor impacto
en la percepción del tiempo transcurrido en una secuencia de hechos (timing)
que en la capacidad para detectar ese cambio”, comenta Arnold. Dicho de otro
modo, somos conscientes de que algo ha cambiado (por ejemplo, si hemos tenido
un tic) cuando estamos seguros de ello, no cuando lo detectamos por primera vez.
¿Qué implica este
descubrimiento sobre el libre albedrío? Los experimentos de Libet parten de una
suposición básica: tenemos un acertado sentido del timing. Pero los
experimentos de Arnold sugieren todo lo contrario. “Somos conservadores;
nuestra valoración del timing refleja cuándo estamos seguros de la detección,
no de cuándo lo detectamos por primera vez”. El retraso encontrado por Libet
puede estar relacionado con este hecho: no nos fijamos en la hora del reloj
cuando decidimos por primera vez mover la mano, sino cuando estamos convencidos
de que lo hemos decidido. “Somos responsables de nuestras decisiones –dice
Arnold-. Simplemente no estamos muy seguros de cuándo las hemos tomado”.
En dos experimentos
recientes, los psicólogos Kathleen Vohs de la Universidad de Minnesota y
Jonathan Schooler de la Universidad de Columbia Británica han puesto a prueba
el efecto que tiene creer en el libro albedrío sobre nuestro comportamiento
ético. Para ello, propusieron a varios estudiantes realizar un examen de matemáticas
ante un ordenador, pero se les advertía que el programa no funcionaba del todo
bien porque a veces las respuestas aparecían en la pantalla. Para evitar verlas
debían presionar la barra de espaciado tan pronto como asomaran. En definitiva,
se apelaba a la honradez de los estudiantes. Previo al examen se les habían
dividido en dos grupos. A uno se les había entregado un texto donde se afirmaba
que estaba científicamente demostrado que el libre albedrío era una ilusión, un
efecto espurio de la química cerebral. A la otra mitad no se les dijo nada.
¿Qué grupo copió más en el examen? El primero. En un segundo ensayo los
psicólogos dieron a sus estudiantes un test cognitivo muy difícil. Debían
resolverlo sin ayuda y al final les cantaban las respuestas para que se
autocorrigieran. Por cada acierto podían levantarse y coger un dólar de un
sobre situado en el otro extremo de la habitación. Aquellos que creían en el
libre albedrío fueron más reticentes a autorregalarse el dólar.
Ahora bien, para estos
investigadores sus resultados no son generalizables ni explican nuestras formas
de conducta éticas, mucho más importantes que el mero hecho de copiar en un
examen. Sin embargo, muchos creen que si no existe el libre albedrío nos
dedicaríamos a hacer lo que quisiéramos por obra y gracia del mantra “qué
importa”. No tiene por qué ser así, del mismo modo que no creer en un ser
superior deviene en una falta de moral absoluta. ¿No es más probable que dudar
de la existencia del libre albedrío nos sirva para proporcionar una excusa ante
los demás por haber hecho lo que nos dio la gana? Dice un viejo aforismo que el
carácter es hacer aquello que debes hacer aún sabiendo que puedes hacer
cualquier otra cosa. El problema fundamental se encuentra, como apunta el
psicólogo Steven Pinker, en que acabamos confundiendo
explicación con
exculpación. ¿Saben que es
lo más curioso? Sea el libre albedrío una ilusión o no lo sea, todo seguiría
como hasta ahora
Fuente: http://masabadell.wordpress.com/2010/06/09/%C2%BFexiste-el-libre-albedrio/
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