El mísmo orgullo que nos lleva a censurar los defectos de que nos creermos libres, nos lleva a despreciar las buenas cualidades de que carecemos.
La Rochefoucauld
Hay un orgullo que es sano, deseable, que es parte de la felicidad. Consiste en sentirnos contentos con lo que hemos logrado con esfuerzo y dedicación, con aprender a disfrutar de nuestros éxitos. El orgullo sustenta nuestra autoestima, nos incita a seguir objetivos nuevos y también a superar los distintos obstáculos que tiene la vida.
El orgullo es un estado de ánimo muy agradable que nos invade cuando hacemos algo - que es importante para nosotros – bien. Nos sentimos orgullosos cuando conseguimos un objetivo, superamos un obstáculo o alguna dificultad de la vida. Es un gran alimento para nuestro ego, una recompensa que en dosis pequeñas nos motiva para que fortalezcamos nuestra autoestima y nuestro desarrollo personal. Hay una parte de consuelo pues no nos sentimos orgullosos si hemos conseguido algo sin esfuerzo.
Al igual que nos podemos sentir orgullosos por nosotros, también lo podemos hacer por los demás, por nuestros seres cercanos por ejemplo nuestros hijos. Esto se llama orgullo por delegación. Cuando son personas allegadas, no sentimos orgullo sino alegría altruista. Por eso decimos que el orgullo tiene que ver con el ego, ya que acompaña siempre la autoestima. Y por eso, a veces, pueden aparecer problemas con el orgullo, por el ego.
Comúnmente decimos que a alguien “se le ha subido el éxito a la cabeza”, cuando ese alguien consigue varios elogios, y se llena tanto de orgullo que pierde el conocimiento y la medida de la cordura, entonces se cree “intocable”. Todo ello solamente conlleva a antipatía, rencores y peleas.
También existe el orgullo como conducta continua: cuando alguien no siente orgullo de vez en cuando de los logros obtenidos, sino que lo hace constantemente de lo que es. Esto es lo que llamamos soberbia, a los demás les molesta mucho porque se sienten en un estado de inferioridad.
Y también están los peores riesgos, los más traidores, que provienen de otra manera de conducta aprobada por la sociedad, que no se trata de otra cosa que tomar las relaciones sociales como competitivas. No está mal competir en deporte, pero no deberíamos hacerlo en las relaciones humanas.
Fundamentar nuestras relaciones en desear ser más o menos dominante es algo muy estresante y a la vez peligroso. No solamente por la molestia que provoca en los demás, también es porque es una forma equivocada de alimentar la autoestima, que se va fragilizando, pues se vive sólo con la idea de triunfar y la necesidad de ser superior. El orgullo también puede ser un combustible sensacional, a la vez que necesario. Es normal que frecuentemente nos encontremos en situaciones dificultosas y adversas, y esto advierte con fragilizar la confianza en nosotros mismos.
Por este motivo es muy necesario tener éxitos, como forma de antídoto a esas dificultades. El problema está en que no sólo basta con conseguir esos logros, también hay que saber disfrutarlos. Si cuando obtenemos un éxito nos encargamos de revisar que todo podría haber salido mejor – perfeccionismo -, si enseguida pasamos al siguiente objetivo – activismo -, si nos angustiamos y preguntamos si siempre tendremos el mismo éxito – ansiedad -, y si disminuimos nuestro logro – desvaloración -, evidentemente no nos parecerá tan bueno como si dedicamos un tiempo a alegrarnos de ello.
Exactamente ese es el orgullo sano, dedicarse un tiempo y decirse a uno mismo: “¡bien, lo has conseguido!”. Respira hondo, sonríe, regocíjate en tu alegría, en tu orgullo. Eso es lo que diríamos a un amigo, sentirse orgulloso es decírselo a uno mismo, como anteriormente mencionaba es un estado de ánimo, y va unido a la satisfacción de que todo va bien, porque nos estamos esforzando.
Después de haber saboreado el momento, volveremos a tomar nuestra vida, un poco más serenos, más fuertes y seguros de nosotros mismos.
Quien vence sin peligro triunfa sin gloria.
Enrique Jiménez