"Conocer la verdadera felicidad nos ayuda a alcanzarla"
Con el libro La naturaleza de la felicidad (Planeta, Barcelona 2006), el etólogo británico Desmond Morris – autor que fuera de otros textos «super-ventas» tales como El mono desnudo o también El contrato animal– ha realizado su particular incursión en el género de la «literatura felicitaria», una incursión a la que sin duda podríamos clasificar a su vez, bajo el subgénero de «literatura de autoayuda a la felicidad», y ello justamente, a la vista no sólo de el subtítulo que los editores, acaso con certero «gancho comercial», han decidido añadir a la propia portada del volumen casi a modo de epítome de la obra –«Conocer la verdadera felicidad nos ayuda a alcanzarla»–, si no también y sobre todo a la vista de las palabras con las que el autor de El contrato animal concluye su escrito:
«Para quienes aspiren a ganar puntos en la escala de la felicidad la clave es negarse a aceptar que exista un solo tipo de felicidad y reconsiderar las fuentes alternativas de satisfacción a las que pueden recurrir. Hay ámbitos vitales en los que nunca hubieran pensado que pudiera hallarse un filón de felicidad. Si este libro logra orientarles en cierto modo al respecto, habrá cumplido su propósito.» (pág. 137).
Estamos por lo tanto ante una obra, al parecer dispuesta para el uso y la consulta de aquellos consumidores satisfechos de libros que aspiran además a «ser felices» en el seno de nuestras democracias de mercado pletórico, y que precisamente para serlo han de emprender, entre otras muchas, actividades como la siguiente: comprar libros «felicitarios» como pueda serlo el de Morris sin ir más lejos.
Ahora bien, sea de todo esto lo que sea, podríamos preguntarnos justamente en razón de la abundancia (es decir, precisamente la «plétora») de ejemplares sobre la «felicidad» que nutren el mismo mercado bibliográfico, ¿qué entiende en particular Desmond Morris en su obra por felicidad (o más aún, siguiendo en este punto la leyenda impresa en la cubierta del libro: por la verdadera felicidad)?, es decir, ¿cómo define el etólogo inglés aquello cuya naturaleza él mismo pretende desentrañar en el libro que nos ocupa en la esperanza –nada menos– de mejor así orientar al «público lector» al que por otro lado, suponemos, Morris considera como muy necesitado de la «ayuda» y aún de la «iluminación» que él mismo puede ofrecerle desde las alturas de su ciencia?
Pues bien, haciendo uso de las propias palabras de nuestro autor, la cuestión de la definición de la «felicidad» se zanja de un modo aproblemático, casi estipulativo en términos –y aquí el psicologismo de las coordenadas del libro que reseñamos comienza a hacerse evidente– de un «estado mental» consistente en el «súbito trance de placer que se siente cuando alguien mejora» (pág. 123), definición en efecto psicológica (con todos los problemas que ello acarrea por cierto, para empezar el siguiente, formulado de la mano de Heráclito: «Si definimos la felicidad por el placer los más felices serán los bueyes cuando comen guisantes») que, coordinada por lo demás como veremos, con un materialismo vulgar y corriente, se aproxima al concepto mundano de la «felicidad canalla»{1} casi hasta el punto de confundirse con ella. Y así las cosas, esta «sensación placentera» se obtendría al decir de Morris principalmente cuando las condiciones en la que nos hallamos se ajustan a los rasgos de la Naturaleza de la especie humana (y en este punto destaca Desmond Morris, aspectos como los siguientes: «curiosidad, ambición, competitividad, cooperación, sociabilidad, disposición lúdica e imaginación»).
Con esta interpretación ni que decir tiene, no podría sin duda el etólogo de Purton, ejercitar de un modo más claro, para decirlo empleando las categorías de Gustavo Bueno, el «principio de felicidad» incluso en su versión más fuerte o esencialista (es decir, el «supuesto de felicidad») en cuanto que la «felicidad» ahora quedará identificada nada menos que con la propia «Naturaleza» (la «esencia») de la especie humana de suerte que, por así decir, los individuos «fenoménicos» encontrarán la verdadera felicidad sólo en la medida en que las condiciones bajo las cuales se desempeña sus vidas terminen por engranar con las requisitorias de esa misma «Naturaleza». Una naturaleza en todo caso –tal es la tesis archi-etologista que Morris mantiene como premisa principal de su análisis– adecuada a un animal (en efecto: un «mono privado de pelo») que habría evolucionado durante el paleolítico como un cazador cooperativo y que, tras la «revolución neolítica» y ante todo la «revolución industrial», se habría visto obligado a abandonar la dedicación a la caza y la recolección sustituyendo tales actividades por otros menesteres menos entretenidos tales como puedan serlo la agricultura o el trabajo fabril. En estas condiciones, el mono cazador, internado ahora en una fábrica industrial, como es natural se aburrirá mortalmente, cayendo por lo tanto sus «índices de felicidad» en picado a no ser que, echando mano a la «ortopedia» que ofrece la «cultura» a un primate tan deficiente (algo en definitiva, que también habría sido defendido por ilustres predecesores de Morris como pueda serlo A. Gehlen con su «ley de la descarga».), logren los individuos humanos restañar tal escisión respecto de su «verdadera naturaleza» de mamíferos cazadores, buscándose auténticos «sustitutos simbólicos» (culturales) de la caza paleolítica.
Cuando ello sea así, es decir, cuando el mono desnudo se entregue a la práctica de tales reemplazos «simbólicos» de la caza a la que se dedicaban sus ancestros, comenzará el hombre, por así decir, a sentirse «como en casa» habiendo entonces logrado reparar por medio de la cultura, la «alienación» que en relación a su verdadera Naturaleza habría abierto la entrada en escena de los sedentarios agricultores neolíticos: y todo ello representa nada menos, si cabe hablar así, que el analogatum princeps de la «felicidad», la felicidad consumatoria que se alcanza por medio de sustitutos de la caza como puedan serlo, siempre según Morris, los deportes de estadio en los que hay que disparar (con el balón) a la presa (la portería), pero también la corrida de toros, los encierros de Pamplona, la «caza de clientes» por parte de un vendedor o la «caza de libros» emprendida por los coleccionistas, la «persecución del ideal» que efectúa el pintor en su lienzo, etc., etc., actividades todas ellas que, según los asertos de Morris, aparecerían en el fondo como esencialmente idénticas en tanto que tales «símbolos venatorios».
Es esta, defiende Desmond Morris, una de las principales fuentes de «felicidad» a las que el mono desnudo puede acceder en las sociedades industriales del presente: «Pondré un ejemplo personal.
Uno de mis mayores gozos es ir a la caza de libros. Encontrar un ejemplar raro que llevo buscando desesperadamente mucho tiempo, comprarlo y llevármelo a casa es un sustituto simbólico de la caza primitiva. Sí, aún necesito ir de caza porque soy humano aunque ahora no necesite matar una presa animal para satisfacer mi impulso biológico de cazador.» (pág. 24.) Suponemos que así las cosas, no es necesario aclarar que semejante análisis sólo resulta practicable –y aún así muy difícilmente puesto entre otras cosas que, nos preguntamos, ¿pretender que el pintor «persigue» algo (la idea) en su lienzo tiene más alcance que el que es propio de una metáfora, ella misma tan oscura como mentalista?– cuando los contenidos, muy diferentes de suyo, que conforman cada una de tales prácticas quedan enteramente evacuados, abstraídos del cono de luz del análisis, es decir cuando, en definitiva, tales contenidos se pierden por completo de vista embebidos (como en una suerte de «noche de la identidad» para decirlo con las palabras de Hegel) en el hondón de una supuesta «semejanza» más o menos superficial pero que, en todo caso, resulta genérica respecto de tales contenidos específicos. Pues muy bien, una vez establecida como primo analogato de la idea de «felicidad», esta felicidad consumatoria que se obtiene a través de las actividades sustitutivas de la caza, prosigue su análisis Desmond Morris roturando a su manera el terreno mediante el expediente por ejemplo, de ofrecer una clasificación –cuyos criterios eso sí, no se ven por ninguna parte– de los «tipos de felicidad» disponibles.
De este modo, el etólogo británico se atiene a los siguientes rubros fundamentales, a saber:
«La primera es la que puede denominarse 'felicidad de finalidad', que deriva de nuestro remoto pasado de cazadores. Hay también la 'felicidad competitiva', el gozo de ganar, originado en nuestro pasado social al evolucionar hacia tribus. A ella se opone 'la felicidad cooperativa', basada en la necesidad de ayudarnos mutuamente para sobrevivir. No hemos perdido los imperativos biológicos –comer, beber, emparejarnos y abrigarnos– y estos por tanto todavía perduran y nos procuran las principales formas de 'felicidad sensual'.
Como complemento, nuestro cerebro, cada vez más complejo nos ha dado fuentes de 'felicidad intelectual', cuya recompensa son los propios actos inteligentes. Estas son las principales clases de felicidad que con unas pocas más constituirían una clasificación simple de 'tipos de felicidad'.»(págs. 30-31.)
Por razones más que obvias, no podemos discutir en esta ocasión todas y cada una de las rúbricas que componen una tal tipología –o mejor dicho: de esta rapsodia, dado que llamar «clasificación» a semejante «enumeración» de rúbricas supone sencillamente olvidar el carácter gratuito de la misma–, sin embargo, juzgamos que merece la pena detenerse al menos en algunas de los asertos realizados por D. Morris en la medida en que ellos mismos constituirán la mejor pista acerca de los presupuestos reduccionistas y por ende, formalistas que lastran enteramente su perspectiva.
Veámoslo. Por ejemplo, en punto a la «felicidad cooperativa», es decir, la «sensación de felicidad» que se obtiene «ayudando a los demás», Morris señala, sintonizando de esta manera ampliamente con el innatismo propio de los sociobiólogos, ....etc., que la fuente de una tal «sensación» placentera estaría ni más ni menos que en la propia pre-programación hereditaria del ser humano que le impele al «apoyo mutuo», al «altruismo recíproco» (para decirlo con la fórmula de R. Trivers), llegando en ocasiones este «altruismo», como lo enfatiza Morris, a cubrir a otros sujetos allende las «fronteras de la humanidad» (tal sería sin duda el caso de los partidarios de los «derechos animales», los defensores del Proyecto Gran Simio).
Algo parecido, e igualmente «innatista», viene a sostener Morris en lo tocante a las fuentes de la «felicidad genética» derivada del cuidado de los propios parientes en razón de lo que los sociobiólogos llaman, siguiendo a W. H. Hamilton, «inclusive fitness», o incluso de la «felicidad competitiva» cuyas raíces se hunden igualmente en la «Naturaleza del hombre» como primate cazador (y realmente es imposible no ver la sombra de R. Dart asomando al cabo de esta calle) con lo que, como se ve, esta «Naturaleza», a la que Morris apela constantemente sirve, por así decir, lo mismo para enmendar un roto que para cubrir un descosido.
Y ¿qué decir de la «felicidad sensual»? Esta se obtendría, al decir de Morris, por medio de la satisfacción de los «imperativos biológicos» primarios que el hombre conserva en virtud de su condición de animal, «necesidades» en suma tales como puedan serlo, por caso, el apareamiento o la alimentación, pero también, como Morris lo expresa explícitamente, el consumo de bebidas alcohólicas, e incluso «el baño, la unción, el masaje y el perfeccionamiento de medios para proporcionar reposo al cansado» (pág. 62). Ahora bien, ¿no aparecen tales rasgos intragenéricos formales (que nosotros desde luego no negamos, por la misma razón por la que no negamos tampoco, procediendo por caso desde el espiritualismo cartesiano, que el «hombre» sea en efecto un «animal») decisivamente mediados en cada caso por contextos culturales objetivos (cultura inter y extra somática) ellos mismos transgenéricos, que, por así decir, propician la «refundición» (anamórfosis) de estas mismas especificaciones intragenéricas («apareamiento», «hambre», «sed», «alo-aseo») hasta el punto de provocar al límite su metábasis respecto al «género» de referencia?, y con ello, ¿no es así que –para decirlo con palabras de Carlos Marx– «el hambre que se satisface con cuchillo y tenedor no es la misma que la que se satisface con carne cruda»? De la ramplona mano de sus principios reduccionistas (un reduccionismo descendente en efecto muy común entre etólogos y sociobiólogos).
Morris no parece desde luego, demasiado capaz de hacer justicia a tales diferencias. Bajo el rótulo de «felicidad intelectual» o «cerebral», entiende Morris el placer que encontraría el hiperdesarrollado «cerebro humano» «jugando consigo mismo» (por cierto: ¿es todo esto en el fondo otra cosa que una prosopopeya totalmente equívoca?, ¿puede realmente el «cerebro» no sólo «jugar» sino ni siquiera encontrar «placer alguno»?), es decir, el placer obtenido por el «cerebro» mediante el expediente de entregarse a actividades «autotélicas» como lo son –por echar mano a los ejemplos de Morris– los crucigramas, los juegos de cartas, el ajedrez, o la investigación científica. A propósito de esta última nos dice el zoólogo inglés lo siguiente: «El auténtico placer de la investigación es el placer intelectual de plantearse nuevos interrogantes y de hallar respuesta, y los momentos de felicidad suelen sobrevenir al descubrir algo nuevo que puede o no beneficiar a la humanidad.
Si lo hace no es más que una retribución complementaria. Los grandes descubrimientos surgen casi siempre no como consecuencia de una investigación muy planificada, sino más bien como una indagación al azar, pura búsqueda, como fin en sí misma. Los organismos gubernamentales encargados de conceder las subvenciones no siempre son consciente de ellos, por lo que acaban patrocinando avances menores en detrimento de descubrimientos importantes. Los científicos dan lo mejor de sí mismos cuando se los deja a su albur, y alcanzan momentos de intensa felicidad cerebral jugando mentalmente con su material. Al hacerlo, puede que cambien espectacularmente el mundo sin proponérselo.» (pág. 64.)
Tras la presentación de esta curiosa «teoría psicologista de la ciencia» en la que, como es claro, la totalidad del espacio gnoseológico resulta difuminada bajo el peso del sector de los «autologismos» del eje pragmático, como si una vez cumplimentado semejante regressus fuera hacedero recuperar en la línea del progressus los teoremas arracimados que configuran la textura de los diversos campos categoriales (¿cabe dar cuenta desde esta doctrina del «placer cerebral» identidades sintéticas sistemáticas tan precisas como las leyes de Newton o el teorema de Pitágoras?), se detiene Morris en otra variedad de «felicidad intelectual», a saber, la que persigue el artista a la hora de emprender la elaboración de una obra pictórica o escultórica: «Van Gogh vendió un cuadro en toda su vida y ahora sus obras se cotizan en subasta a los precios más altos de la historia de la pintura. A él no le impulsaba ninguna motivación ulterior, sino sus propios apasionados juegos mentales y en cada nuevo lienzo plasmaba la imagen que a él le satisfacía y que le procuraba una exaltación cerebral de intensa felicidad en el momento de culminarla.» (pág. 65.)
Pero, cabe interrogarse en este punto, ¿acaso estas «motivaciones» que «impulsaban» a Van Gogh, según nos relata D. Morris, son ellas mismas de diferente estirpe que las «motivaciones» análogas que estarían, sin duda, igualmente «impulsando» a otros pintores deleznables cuando deciden hacer caso omiso a la máxima de Leonardo según la cual «no pinta quien quiere sino quien puede»? Y es que en efecto, cuando nos situamos a la máxima distancia posible de la doctrina psicologista del arte que parece que Morris pretende sostener, los «fines operantis», sean los relativos a la «felicidad cerebral» sean otros cualesquiera, pueden ser disociados, desconectados de muchos modos respecto de la estructura pictórica objetiva («fines operis») de un lienzo como pueda serlo Los Girasoles pongamos por caso, con lo que, cabría señalar, las premisas formalistas de Morris terminan a la postre por probar demasiado.
¿Y qué decir de lo que Morris denomina la «felicidad del dolor» como antítesis a la «felicidad del hedonista»?, dentro de esta categoría el autor de Conozca a su perro no sólo sitúa el placer obtenido por aquellos que se entregan a «extraños rituales masoquistas, se dejan atar y pegar o torturar físicamente de diversas maneras» (pág. 74), esto es, los sujetos afectados de la parafilia a la que denominamos «masoquismo», sino también a los «fanáticos puritanos» e incluso, y esto ya es realmente demasiado, la misma «felicidad del terrorista suicida», del modo siguiente: «Es un acto realizado en estado de éxtasis que en el momento de apretar el detonador va acompañado de un arrebato de felicidad inenarrable, ya que al terrorista le han lavado el cerebro adoctrinándolo y cree que morir así es un martirio mediante el cual accederá a un paraíso de felicidad eterna en el más allá.» (pág. 78.)
Pero aunque ello sea así, aunque en efecto la «felicidad» así lograda sea bien intensa para los sujetos que realizan, pongamos por caso, la operación «inmolarse con el cuerpo cargado de explosivos contra centros de intereses norteamericanos, israelíes o españoles», ¿cabe, fuera del psicologismo más vulgar, dejar de lado, procediendo como lo hace Morris en el nombre de la «motivación» (y tal «motivación» se llama ahora «lavado de cerebro»), los contenidos concretos (por ejemplo teológicos: hiper-monoteísmo, voluntarismo, espiritualismo, etc.) que permanecen alimentando en el ejercicio –mas también en la representación en muchas ocasiones– tales operaciones suicidas?, ¿cabe sencillamente desconectar estas actividades –por muy «felicitarias» que resulten a sus autores, o incluso aunque no lo sean, cosa que en todo caso está por demostrar– de un contexto antropológico englobante entre cuyos contenidos figuran términos tales como El Corán, las Huríes, el Intelecto Agente Universal.? De otro modo: lo que Morris en todo caso se olvida de aclarar –entre otras cosas, suponemos, precisamente porque desde su perspectiva psico-etológica no puede sin duda aclararlo– son las razones por las que, muy curiosamente, los sujetos terroristas que obtienen dicha «felicidad del suicida» son siempre mahometanos.
Algo parecido, mutatis mutandis, habría que señalar en lo concerniente a la «felicidad devota», esto es, el «gozo frenético» (o incluso –y esto ya nos parece rizar el rizo del psicologismo y del mentalismo– la «dicha mental») que invade a las multitudes que acuden a Lourdes, a la Meca o al Río Ganges por cuanto, según tiene a bien aclararnos Desmond Morris: «En el fondo, lo que se da en estos casos es una potente regresión a la añorada seguridad infantil, esos momentos en los que el niño pequeño siente una gran felicidad al ser abrazado con ternura por el amante padre o madre, protectores todopoderosos.» (pág. 94.)
No estimamos preciso detenerse demasiado sobre los límites de este tipo de «explicaciones» desde las que, para decirlo suavemente, dudamos mucho que sea posible recuperar contenidos religiosos tales como, por ejemplo, la eucaristía o el ramadán{2}.
Pero en fin, el problema reside en que, aun cuando en un arrebato de generosidad admitiésemos de buen grado la verdad de muchos de los asertos contenidos en el libro de Morris (lo que en todo caso es seguramente, hemos de insistir en ello, demasiado reconocer, dada ante todo la irrefrenable tendencia a la «brocha gorda» que delatan las hechuras del «lienzo»), todavía quedaría por responder la siguiente cuestión, a saber:
¿en qué medida y hasta qué punto los asuntos que Morris está tratando en su obra guardan relación alguna con la «felicidad» y no directamente, por ejemplo, con las «motivaciones» –que a su vez habría sin duda que discutir en cada caso– actuantes a la base de la conducta de un peregrino, un terrorista mahometano suicida o un amante del «puenting»?
Dicho de otro modo: el hecho de que después de haber «analizado» –de una manera particularmente psicologista– tales «conductas» como, suponemos, podría también haber «analizado» muchas otras, Morris subsuma tales «atractores» positivos (en el sentido de Gustavo Bueno, en El mito de la felicidad, pág. 348) bajo el rótulo de «felicidad» (calificando eso sí, a cada una de un modo distinto de acuerdo a una clasificación construida por acumulación de rubros, es decir una clasificación ella misma gratuita: «felicidad devota», «felicidad del dolor», «felicidad del riesgo»), el hecho –decimos– de que nuestro autor proceda así es algo que habla «alto y claro» del grado en que las propias premisas de Morris están penetradas por el propio supuesto de la felicidad, un supuesto además, interpretado en este caso en un sentido innatista («la 'tendencia a la felicidad', hermano Galión, estaría intercalada en el repertorio de las pre-programaciones hereditarias de la especie humana») coordinable con el reduccionismo descendente ejercido y representado por tantos etólogos –el propio Morris entre ellos: por ejemplo en El mono desnudo– e incluso, al límite, compatible con una suerte de «gentecismo» sociobiológico (de ahí el párrafo de Gustavo Bueno que encabeza este comentario); pero cuando dicho «supuesto» queda desactivado (y las razones para desactivarlo puede encontrarlas el lector en el libro de Gustavo Bueno), empezará a verse como algo en efecto muy claro que unos tales «atractores» psicológicos, en el fondo totalmente genéricos como lo hemos podido advertir en repetidas ocasiones a lo largo de esta reseña, tienen por sí mismos bien poco de «felicitarios» con lo que, cabría concluir, el principal reproche que podemos achacar al libro La naturaleza de la felicidad de Desmond Morris viene dado por el carácter arbitrario de su título: ciertamente, un caso meridiano de «publicidad engañosa».
Notas {1} Es decir, de la concepción de la «felicidad» de aquellos que sin perjuicio de haber recusado las ideas metafísicas de la «felicidad eterna» en nombre de los principios del materialismo vulgar (que es por cierto el ejercitado por Morris y por otros «hombres de ciencia») o precisamente por ello, aparecen en cambio tan atrapados todavía por la influencia de tales ideas (aunque sea ahora, diríamos, por via negationis) como para juzgarse «privados» de la Felicidad Perfecta buscando en consecuencia alimentarse –por así decir, carroñeramente– de los despojos dejados por esas tales ideas moribundas (es decir: por sus componentes subjetivos de placer, disfrute, &c.) de acuerdo al razonamiento siguiente: «Dado que necesariamente voy a morir y dado que estoy además cierto de que tras la muerte no me espera ninguna felicidad perfecta, es mejor procurarme la felicidad (definida ante todo por el disfrute) en lo que me queda de vida.» Véase Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, págs. 276 y ss.
{2} Al margen de lo dicho, Morris pasa revista a lo largo de su «análisis» a otras «clases de felicidad» igualmente fenomenales, algo de lo que podrá convencerse el lector a poco que citemos aquí algunos botones de muestra: «la felicidad del riesgo» propia de los que se entretienen practicando deportes extremos, la «felicidad de la ficción» obtenida por el mono desnudo cuando, olvidando por un momento la condición que Morris le atribuye de cazador paleolítico redivivo, se entrega a la lectura de novelas o al visionado de películas o programas de televisión, también la «felicidad química» cuyas fuentes son las llamadas «drogas de abuso» o los antidepresivos.
Por cierto que, en relación precisamente a la «felicidad química», parece que esta clase de «vida beata» es susceptible de ampliar su alcance más allá de los límites del campo antropológico, a menos si hemos de tener en cuenta aquí informaciones como la que proporcionaba el diario El Mundo el día 27 de enero de 2007: «El prozac para perros y gatos 'neuróticos' se extiende en EEUU.» Al parecer tales individuos (perros, gatos, incluso un oso polar del Zoo de Central Park aquejado de «neurosis de aburrimiento») podrán ya comenzar a perseguir, con la ayuda de los denodados homo sapiens sapiens que les suministran fluoxetina y otros antidepresivos, su propia «felicidad química anantrópica».
AUTOR Iñigo Ongay de Felipe
Web : http://www.nodulo.org/ec/aut/iof.htm Bilbao, España 1979.
Licenciado en filosofía por la Universidad de Deusto (Bilbao), doctor en filosofía por la Universidad de Oviedo (junio 2007). Miembro del consejo de redacción de El Catoblepas desde su inicio.